Journal de Ciencias Sociales Año 13 Nº 24
ISSN 2362-194XLógicas de poder y dominación: replanteamientos del control social
Alejandro Klein1
Oxford Institute of Population AgeingEnsayo
Material original autorizado para su primera publicación en el Journal de Ciencias Sociales, Revista Académica de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Palermo.
Recepción: 4-7-2024
Aceptación a la espera de asignación de número: 20-11-2024
Resumen: El objetivo de este ensayo es intentar comprender mejor cuál o cuáles son las formas en que se plantean los procesos de poder, dominación y control a nivel social desde el siglo XVII en adelante, dentro de lo que se considera la “modernidad”. Se busca de esta manera contribuir al desarrollo teórico de esta área de estudios intentando visibilizar y explicitar algunos de sus elementos claves, debatiendo con algunos autores que contribuyen a cimentar o a discutir aspectos ideológicos relacionados con los mismos. El ensayo plantea que un abordaje en torno a los dispositivos de dominación hace necesario clarificar cuestiones que se tornan decisivas: ¿Cuál o cuáles son los motivos por los cuales se acepta la figura de autoridad y las desigualdades instituidas? ¿Cuál o cuáles son las maneras en que el poder se presenta persuasiva o coactivamente? ¿Cuál o cuáles son las posibles configuraciones subjetivas de un subordinado y hasta qué punto el dominado se hace ominosamente cómplice de su dominación? Este trabajo sin poder responder enfáticamente estas interrogantes, busca acercar elementos analíticos al respecto. Correlativamente se intenta indagar si los procesos de dominación siempre surgen a partir de una sociedad jerarquizada, donde un grupo mantiene diversos privilegios, o si la dominación misma es inherente a la misma estructura de lo social. Finalmente se introduce una reflexión sobre algunas estrategias actuales de control, indicando un preocupante aumento de lo instituido a favor de lo instituyente.
Palabras clave: dominación; psiquismo; control maquínico; disciplinamiento corporal.
Logics of power and domination: revisions of social control
Abstract: The objective of this essay is to try to better understand what are the ways in which the processes of power, domination and control are presented at a social level from the 17th century onwards, within what is considered “modernity”. In this way, we seek to contribute to the theoretical development of this area of studies by trying to make visible and explain some of its key elements, debating with some authors who contribute to cementing or discussing ideological aspects related to them. The essay suggests that an approach to the devices of domination makes it necessary to clarify questions that become decisive: What are the reasons why the figure of authority and the established inequalities are accepted? What are the ways in which power is presented persuasively or coercively? What are the possible subjective configurations of a subordinate and to what extent does the dominated become ominously complicit in his or her domination? This work, without being able to emphatically answer these questions, seeks to bring closer analytical elements in this regard. Correlatively, we try to investigate whether domination processes always arise from a hierarchical society, where a group maintains various privileges, or if domination itself is inherent to the same social structure. Finally, a reflection is introduced on some current control strategies, indicating a worrying increase in what is instituted in favor of what is instituting.
Keywords: domination; psychism; machinic control; bodily disciplining.
1. Introducción
Este ensayo plantea que un abordaje en torno a los dispositivos de dominación hace necesario clarificar cuestiones decisivas: ¿Cuál o cuáles son los motivos por los cuales se acepta la figura de autoridad y las desigualdades instituidas? ¿Cuál o cuáles son las maneras en que el poder se presenta persuasiva o coactivamente? ¿Cuál o cuáles son las posibles configuraciones subjetivas de un subordinado y hasta qué punto el dominado se hace cómplice de su dominación? Este trabajo sin poder responder cabalmente estas interrogantes, busca acercar elementos analíticos al respecto, tanto desde la teoría política, como desde la teoría social, la psicología social y el psicoanálisis.
Frente a lo anterior, parece ser que la postura marxista es clara, entendiendo que la división de la sociedad en clases enfrentadas, recurre a instrumentos de coacción, y en especial al Estado, para preservar sus privilegios. Sin embargo, desarrollos posteriores aportan elementos que parecen indicar la necesidad de un debate más complejo. Así Gramsci (1971, 1981) criticando la concepción de Estado restringido, agregará que no hay poder sin hegemonía cultural. Althusser (2011), por su parte, reflexionará en torno a los aparatos ideológicos del Estado. Y posteriormente, Bourdieu (1988) aportará la distinción entre agente y dominación simbólica. Sofisticaciones teóricas, que complejizan el pensamiento marxista, pero que también buscar responder a cuál o cuáles han sido las causas para que la revolución obrera nunca adviniera como tal en el mundo occidental (Trotsky, 2001).
Pero: ¿por qué el cambio revolucionario no acaeció? Althusser, Gramsci, Bourdieu, ya lo señalamos, intentan elucidarlo. La post-modernidad a su vez ensayará otras respuestas, como indicar, por ejemplo, que si no hubo revolución es porque ya no hay necesidad de la misma. Se afirma desde aquí, que ya no hay ya dominados, sino “simulacro” de dominados (Baudrillard, 2008). Y, en definitiva, la post-modernidad parece indicar que todo se vuelve estructura de simulacro: el contrato social, la familia, el Estado. Hacemos “como si” estuviéramos en familia, “como si” fuéramos ciudadanos, “como si” estuviéramos en sociedad y estuviéramos dominados ¿Este “simulacro” sería una forma de poder o el poder mismo se disuelve como tal?
Pero no hay que olvidar que el mismo Marx mismo no desdeñó la importancia de considerar lo ideológico como un factor contra-revolución. Se sugiere de esta manera de que si existe el convencimiento de que la ideología dominante es la ideología natural y única de la forma de ver el mundo, la posibilidad de una postura crítica aparece mermada a favor de posturas de resignación, complacencia y/o complicidad (Marx, 1978; Marx y Engels, 1974).
Por otra parte, parece difícil ignorar que van surgiendo nuevas formas de control social. Una de estas formas parece dirigida a una nueva forma de malestar en la cultura (Freud, 1980c), donde el malestar radica ahora, por ejemplo, en ideales y exigencias que se vuelven imposibles de satisfacer o en prácticas de cultura totalitaria, donde salirse de lo políticamente correcto se vuelve materia de repudio, ostracismo social, o cuando no, en pérdida efectiva de empleo o de vínculos, revelando el empuje de un instituido que agota la dimensión instituyente, presentada alguna vez como supuesto proyecto emancipatorio de la modernidad (Habermas, 1989).
De cualquier manera, también parece importante recordar que de una u otra manera, junto a lo ideológico o el malestar social, siempre subiste un nivel de fuerza y violencia en los procesos de dominación. El mismo Marx (Marx, 1978), señala la necesidad de imposición de la misma, dando a entender que hasta la alienación tendría un límite en su capacidad de dominación, a partir de la cual empiezan a surgir elementos de violencia (represión, coacción, repudio social, ostracismo, u otros) que dan cuenta a partir de aquí, de cómo el miedo, la identificación con la agresión y la vergüenza pasan a predominar como elementos de control social.
2. Antecedentes y teorías fundacionales sobre el poder y la dominación
Es interesante hacer un recorrido primario sobre cómo los autores clásicos pensaron sobre este tema. Así, Hobbes introdujo dentro de la teoría política un punto de vista que estaba destinado a perdurar: las relaciones sociales son de rivalidad. El logro del poder es el exceso de uno sobre el poder del otro, por ende, el poder de un hombre estorba, pero también se equilibra, con el poder de otro hombre. Para evitar pues una “guerra” de poderes, la necesidad del contrato social como forma de regular el poder se hacía pues imprescindible. Rousseau estima que este contrato establece el bien de todos, con lo que, sea para connotar el bien común, sea para evitar la lucha sempiterna entre hombres, este contrato de consentimiento (un meta-poder sobre el poder) permite que sobreviva la sociedad (Hobbes, 1993, 1994; Rousseau, 1999).
Locke insiste igualmente en este punto subrayando que cada sujeto que consiente en someterse a la determinación de la mayoría, “consentimiento” contractual y racional, permite que rija el poder de la voluntad general. El poder pasa entonces por la capacidad jurídica de establecer una ley que redistribuye lugares y posiciones de jerarquización y subordinación. Se observa pues que el poder es racional y nada tiene que ver con lo irracional, las pasiones o los impulsos (Locke, 1994).
Desde esta cristalización del poder como administrado desde la política, la autoridad emerge y depende de un cuerpo ciudadano con miras al logro común de la paz, defensa y beneficio común, con capacidad de representar la voluntad de todos. Asimismo, al estar regida desde la norma y el dispositivo jurídico, este poder queda ciertamente relativizado y controlado (Lukes, 2001).
Durkheim, sin embargo, critica esta tradición contractualista. Desde su punto de vista son las normas en sí la condición estructuralde la existencia social. Su concepción del poder pasa por la capacidad normativa para regular lo que debe y no debe hacerse bajo cada circunstancia. Esta estructura de dominación no se negocia ni se cuestiona, pues ofrece las orientaciones imprescindibles para manejarse en la cotidianeidad, sin ambigüedades ni dudas (Durkheim, 1974, 1987; Girola, 2007).
Se advierte que, desde esta perspectiva, poder y dominación se justifican por la necesidad de que impere un “orden”. El poder implica pues un orden sin el cual no hay organización social y si no hay organización social, se señala, es imposible alcanzar metas y satisfacciones colectivas. Parsons ratifica esta perspectiva, indicando la necesidad de concretar metas que permitan lograr un compromiso “público” (Parsons, 1984). Por ende, si hay que alcanzar metas hay que construir una organización, la que es una forma de poder que se consolida en tanto se transforma en una necesidad social introyectada por el colectivo (Parsons, 1984).
El poder aparece desde esta perspectiva como mando y obediencia, pero también como participación y colectivización. De esta manera el poder, que se presenta como consubstancial a formas de gobierno democráticas-republicanas, emerge nuevamente como un contrato fundacional, pero esta vez republicano, a través del gesto político de la comunidad de ciudadanos. Por ende, si este contrato político habilita poder, solo lo será desde la negociación permanente (Nisbet, 1966). El poder se politiza y aunque se busca diferenciar de formas coactivas feudales que se consideran ahora “brutales”, no deja de ser ambivalente en los giros que puede tomar, alentando lo protector, tanto como lo amenazante, señalando una imbricación que ya nunca dejará de ser ambigua entre el gesto de cuidado y la posición disciplinante (Foucault, 1984, 1994).
3. El poder como proyecto político
Este proyecto político del poder se puede enfocar como la capacidad de establecer opciones y defender decisiones, lo que lo enmarca desde las categorías de la racionalidad, un supuesto progreso “civilizatorio” y el establecimiento de instituciones de gobierno democráticas. Sin embargo, y a pesar de lo anterior, correlativamente se desprende que existe una lógica del poder que se relaciona también con la resignación: se obedece no solo porque se cree que se hace bien al obedecer, sino también porque se siente que es imprescindible obedecer. Este consentimiento implica entonces no necesariamente un rasgo de participación volitiva, como aseveran Durkheim y Parsons, sino de desaliento y resignación, indicando la presencia de factores emocionales (Lukes, 2001).
Por otro lado, este poder político-representativo emergente desde el siglo XVIII en adelante, se indiscrimina insalvablemente con un dispositivo de dominación que alienta el convencimiento de que hay unos que están más capacitados que otros para gobernar, para tomar decisiones, para decidir los ritmos sociales o las políticas institucionales. Carlyle indica así que el hombre necesita obedecer a superiores, desde una estructura social en la que es imprescindible que haya una clase que gobierna y una clase que es gobernada (Carlyle, 1888).
Esta clase dominante aparece provista de títulos que la ameritan a tal fin: aristocráticos, educativos, de linaje o, preferentemente, morales y ejemplares. Los que dominan son los capaces, entonces, de enarbolar la virtud de la moral. El que guía y provee pasa a ser entonces admirado, idealizado, y envidiado. Dicha virtud excepcional “explica” y justifica que, si bien todos son ciudadanos, la mayoría tiene el deber de ser gobernado, pero no el derecho de gobernar (Carlyle, 1888).
Weber (1992) parte de un análisis del carisma para complejizar esta perspectiva de los “dones”, indicando que la obediencia presenta muchos sesgos y matices, que incluyen el rasgo mesiánico del Conductor, pero donde el punto fundamental de la obediencia se ubica en la necesaria legitimidad del grupo, líder o norma que busca ser obedecido. Desde allí, puede suponerse que el que obedece supone que su acto de obediencia es lo bueno y necesario, no sintiéndose para nada coactado en su actuar (Weber, 2003). La “legitimidad”, se extiende al supuesto de que los valores, la costumbre y la tradición, representan y sustentan lo que siempre fue, y lo que aparece como adecuado y justo, lo que además se apuntala en la comunidad de valores e ideales sostenidos colectivamente (Kaës, 1993).
El dominado participa pues de su dominación. La legitimidad que invoca y lo invoca, tanto como lo tranquiliza, implica que no puede haber en el proyecto de poder republicando, dominación a secas, sustentada solo en políticas externas al sujeto, de fuerza y violencia. Esto se une a un punto resaltado por Maquiavelo: la economía del poder debe ser tal que su control permita evitar la fuerza, las sanciones y las amenazas explícitas (Maquiavelo, 2002). También se podría decir que, cuanto más el sujeto obedezca o sea inducido a una obediencia que no se presenta como tal, menos habrá necesidad de castigos y uso de instrumentos de violencia.
Si en la ideología hobbesiana, el poder es necesario para evitar la confrontación permanente de la agresividad humana; en la ideología maquiavélica el poder es un mal menor, frente a un sistema que podría recurrir a procesos de violencia para que la gente obedezca. Como formación de compromiso entre esa agresividad que se dice innata y esa violencia que se puede tornar imprescindible, el tipo de dominación (racional-contractual-republicana) que se legitima es aquella mediada por el marco jurídico de la ley. La dominación ha de ser legal, por tanto, si hay violencia, esta violencia debe ser legal y racional (Weber, 1974).
4. El poder y la subjetividad
Desde esta perspectiva el modelo de poder se vuelve indisociable no solo de necesidades sociales, sino además de formas de constitución de subjetividad. Se genera de esta manera un tipo subjetivo, testigo de una nueva manera de estar en sociedad, desde dispositivos que alientan el control y la coacción y desaprueban el impulso y la pasión (Chartier, 1992).
La sociedad, a través de la cultura, genera individuos acotados, que resignifican las relaciones humanas en términos de aprobación, culpa, vergüenza y de pudor, diferenciando netamente espacios íntimos de espacios públicos. No ajustarse a este modelo, implica la posibilidad (real o fantasmática) de expulsión social (Elias, 2009).
Vergüenza y desvalorización de sí se relacionan a una estructura social estratificada desde la cual existe comparación de logros, estéticas y virtudes. Una estructura social, donde unos aparecen como superiores y otros, aparentemente, como inferiores. “Inferiores” que quieren además, ser como aquellos “superiores”, tratando de sortear un dictamen social de superación (Elias, 2008).
Históricamente, esta vergüenza se instala en primer lugar sobre el cuerpo desnudo de las clases subordinadas. Las clases superiores mantienen el derecho a la desnudez, lo que presupone el poder del control de las normas. Por ello tienen la capacidad de sancionar condena y desvalorización social. Desde esta perspectiva, la norma es administrada por la clase dominante y aplicada a la clase dominada, la que está además coaccionada en la expresión de su agresividad. Pero el poder de esta clase dominante no radica solo en que no se la puede odiar abiertamente, sino también en que se la admira al ser colocada como regulación e ideal de lo social (Elias, 2009).
El odio a la clase dominante se transforma pues en odio a sí mismo. Por tanto el poder se consolida en el momento en que se generan las condiciones psíquicas en que la agresividad puede volcarse contra sí mismo. El sujeto dominado en vez de atacar al que siente amenazante o desvalorizante, se ataca a sí mismo. El dominado no acata entonces, solo desde la vergüenza o el temor, sino fundamentalmente desde la constitución de un aparato psíquico basado en instancias que se pueden perjudicar entre sí. Dirigir la agresividad contra uno mismo es imposible, sin la constitución de lo que psicoanalíticamente se denomina un “super yo sádico” (Klein, 1928).
Elias sugiere que, a través del proceso civilizatorio, el conflicto de clases se transforma en un conflicto interno. O sea, se “psiquiza” lo que es social, y la psiquis pasa a ser una forma de funcionamiento mental que garantiza el control social. Las coacciones pasan a ser efectivas en tanto son autocoacciones. Es posible afirmar además que lo social se funda al mismo tiempo que lo psíquico, porque el sujeto que se autocontrola y dirige la agresividad contra sí mismo, recibe garantías de que la clase dominante no expresará su violencia, y al mismo tiempo que reconocerá los esfuerzos coactivos del sujeto. Este reconocimiento social indica que la actividad auto-coactiva no es absurda y cumple a un fin “loable” (Benítez, 2011; Elias, 2008).
El Yo se instala en un lugar de duda e inseguridad, reclamando y buscando reconocimientos. Pero habría que agregar que este aprecio y consideración, le importan al sujeto más que su propia autoestima. Desde aquí, además, los procesos coactivos se vuelven automáticos y por ende, ya difícilmente no se cuestionan (Vergara, 2009)
De esta manera las categorías generacionales y culturales de lo impensable, lo indecible y lo innombrable (Tisseron, 1995), pautan una estructura de dominación “exitosa” en la medida que la misma recibe consenso compulsivo, ordena irreversiblemente la diferencia de clases y no necesita de ningún tipo de explicación, más allá de lo implícito de las pautas de tradición.
Asimismo, responde cabalmente a la necesidad maquiavélica de la economía del control, no solo en el sentido indicado por Foucault (1976) de que el castigo físico es insuficiente como control, sino además porque el mismo se vuelve innecesario o superfluo. La clase dominante no es solo la que tiene el control de los medios de producción, sino además la que se beneficia de los procesos de dominación.
Es el punto de la constitución de un mundo interno responsable de miedos, ansiedades, inseguridades. No hay ya sujeto sin culpa ni masoquismo. El masoquismo como castigo crónico es una subjetividad del castigo permanente. Se trata de un tema claramente kafkiano: ser castigado antes de cualquier juzgamiento. Es la solución y la consecuencia del encapsulamiento interno de la violencia (Freud, 1980b).
5. El poder y la modernidad
Desde lo anterior, se podría indicar que la modernidad (desde el siglo XVIII en adelante (Ariès y Duby, 1990a), como estructura política, subjetiva y cultural bosqueja esta nueva vertiente de poder, capaz de establecer un modelo correlativo e inclusivo entre lo social, lo cultural y lo individual. En tanto proyecto emancipador, la modernidad tiene que ver con un instituyente y en tanto que proyecto disciplinante, con lo instituido, con la Ley tanto como con la transgresión, con la autonomía tanto como con la obediencia.
Como señalaremos más adelante, instaura una distribución inédita de poder que pretende instaurar un pacto entre iguales, hermanos-ciudadanos, donde nadie gana y nadie pierde, en tanto todos renuncian a adueñarse del poder absoluto. Ilusión eficaz de un contrato mítico y fundacional que legitima un “orden” donde la Nación es soberana y los ciudadanos son aquellos que reciben un poder (los gobernados), que a su vez delegan en otros: los gobernantes (Lewkowicz, 2004).
La necesidad de suscitar asentimiento implica autoridad y por otro, el derecho a exigir obediencia, requiere poder, pero cabe indicar que esta autoridad no es despótica ni ilimitada, sino que es una autoridad sometida a la crítica. A través de esta crítica estructural a la autoridad (proyectada también a la tradición como modelo per se de autoridad), el proyecto de la modernidad ya no legitima la sumisión sino la capacidad de convencimiento político negociado. Se dan razones, se apela al sentido común, se intercambian opiniones y se ejercita racionalidad (Giddens, 1995a).
No se quiere pues simplemente destacar los aspectos benignos y comunitarios del poder, por contraposición a los aspectos destructivos de rivalidad, sino que se busca plantear como se pueden amalgamar el fomento de la autoridad, con la autonomía personal, lo que no entra en contradicción, además, con la organización institucional. Esto no descarta la aparición de sistemas totalitarios en momentos en que existe el convencimiento de una “fragilidad” social que expone a un máximo peligro y que, por ende, requiere de “soluciones” despóticas, transitorias o permanentes. Por ende, la insistencia en la necesidad de un orden revela la escena temida del descontrol, la destructividad, la aniquilación (Habermas, 1988).
Desde este punto de vista, esta estructura de dominación no busca, prioritaria o solamente, beneficiar a una clase dominante, sino elaborar y proponer ficciones fundacionales a la propia concepción de lo social como espacio que trasciende y engloba a sus integrantes: sociedad que se perpetua y se renueva permanentemente, alentando a que las cosas cambien tanto como permanezcan, conservando el nexo entre el pasado y el futuro, manteniendo un ideario común, y garantizando además el narcisismo de las pequeñas diferencias como uno de los ejes fundamentales del Estado-Nación (Kaës, 1993).
Estos basamentos son imprescindibles que estén legitimados como parte de una Ley de la cultura, la que es inseparable de dos dispositivos: el pedagógico y el jurídico (Lewkowicz, 2001). El dispositivo pedagógico garantiza que el hombre ha recibido instrucción y ha sido permeado por las normas de cultura universales y nacionales, completando la socialización llamada primaria, o sea, cumpliendo el sedimento básico que transforma al joven en ciudadano (Duschatzky, 2002; Giddens, 1995a; Klein, 2021).
El dispositivo pedagógico permite vislumbrar otro proceso psíquico que completa los ya analizados (miedo, vergüenza, identificación), para entender la lógica de la dominación: la identificación con el agresor, a través del cual el sujeto se transforma, total o parcialmente, en lo que el otro quiere que sea. La transformación anhelada en un “buen” alumno para recibir el amor y la aprobación implica no solo sacar buenas notas, sino también no hablar en clase, no molestar, pedir permiso para ir al baño, o sino posponer la necesidad hasta la hora del recreo (Frankel, 2002; Klein, 2021).
Se obedece a la maestra porque no se la quiere decepcionar, tampoco a los padres para ser un “buen” hijo, tampoco al jefe para ser un “buen” empleado, tampoco a la Patria para ser un buen “patriota”, tampoco a las instituciones para ser un buen “ciudadano”. Se genera el convencimiento de que lo social espera algo de uno, a partir de lo cual hay que portarse “bien” para lograr portar el “trofeo” de la tolerancia, la espera, la actitud noble y sacrificada (Elias, 2008).
Aceptar la autoridad implica pues que toda práctica de dominación se resuelve institucional y negociadamente. Esto permite el ahorro de la violencia física, pero a condición de que la palabra o la norma del poder sean aceptadas reflexivamente (Giddens, 2006; Lukes, 2001).
Los sujetos que obedecen lo hacen desde una subjetividad que procesa vergüenza, culpa, identificación con el agresor y además un sentimiento de deuda con los que forman, educan y socializan. Se trata de una subjetividad agradecida por los esfuerzos y sacrificios que hicieron posible su identidad adulta, responsable y proactiva socialmente. A su vez, estos logros permiten sentir una dignidad que reconforta, en tanto participa de ideales comunes y valorados socialmente (Legorreta Díaz y Ramos, 2016). Esta dignidad y reconocimiento es parte de la constitución del yo moral, el que se hace en definitiva responsable y mediador de aquellas acciones y conductas que la norma sugiere y/o impone, pero en tanto las revisa o cuestiona (Taylor, 2006).
Cabe entonces ampliar aún más el debate sobre lo que permite el poder indicando que se trata de asegurar también de que cada sujeto pueda, en mayor o menor medida, participar de tres figuras sociales claves: el portador, el apuntalante y el guardián, lo que garantizaría al mismo ser heredero y transmisor de ideales sociales altamente valorizados y legitimados (Missenard, 1989).
Ser heredero y transmisor de este conjunto de ideales, se presenta además como parte de un pacto social, por el cual el sujeto obedece, pero a cambio de recibir el beneficio del reconocimiento y la dignidad social y cultural (Freud, 1980c). Esta estructura de dominación no es entonces estrictamente solo restrictiva o represora. Es también -lo que quizás sea importante recalcar-, generosa y dadora de atributos. Desde este tipo de poder biopolítico, el sujeto se siente pues cuidado y reconocido por aquello que lo domina (Foucault, 1994; Hornstein, 2000).
6. El poder y lo irracional
Desde Simmel, la discusión sobre el poder se comienza a complejizar, tanto como a profundizar. De esta manera, Simmel clarifica aún más el significado de los rasgos admirables de aquel que busca obediencia. Sería un ser de excepción que encarna ideales sociales que son valorados y envidados, desde instituciones como el Estado, la Iglesia, la Familia. Es una manifestación de contundencia institucional unida a una contundencia axiológica y emocional (Simmel, 2002).
Por ende, la discusión de una legitimidad racional se debilita, destacándose en cambio aspectos relacionados a la fe que se otorga a la autoridad. Los dispositivos de dominación son pues irracionales, en el sentido de que surgen desde una forma de creencia mágica y/o fe religiosa (Simmel, 2002).
Esta irracionalidad surge también desde las condiciones subjetivas del que obedece.
Se destaca de esta manera el poder de la “mirada” social sobre el sujeto, especialmente la mirada que se siente desaprobadora, desde la cual se instala una vergüenza unida a sentimientos de incomodidad. La ropa, el porte, la conducta, el cuerpo pueden avergonzar desde una sanción de lo adecuado y aprobado, indicando al mismo tiempo, la relevancia de la tentación de ser igual al otro, desde una lógica de uniformidad y de masa (Simmel, 2000).
Las observaciones de Simmel parecen augurar una especie de panóptico (Foucault ,1976), donde ya no se sabe si uno se observa desaprobadoramente o lo están haciendo los otros. Lo importante, es que esa mirada –propia o ajena- es siempre denigratoria y desvalorativa, en el sentido de que el sujeto fracasa en ser como los demás –o como él mismo- desean o esperan. Se relaciona entonces al fracaso en poder representar ideales sociales idealizados, a los que se asocian sensaciones de dignidad y autoestima, lo que lleva a un estado de angustia de no pertenencia y a un sentimiento crónico de incomodidad (Bernard, 1991).
Por el poder de la vergüenza, el sujeto queda alienado en lo socialmente adecuado, evidenciado en la homogeneidad de la multitud. Como indica Davis, las normas deben ser estudiadas como controles de la conducta por las que se regulan actitudes, conductas y hasta sentimientos, buscando dar primacía al colectivo sobre el sujeto (Davis, 1949).
El poder de las reglas radica pues, en anular lo imprevisible de reacciones y conductas individualistas. En nombre de un colectivo (el “cuerpo” social), todos deben de tener una conducta relativamente parecida. Es el punto de vista orgánico de lo social, señalando entonces que la represión es la actividad fundante de los procesos de dominación que se centran de esta manera alrededor de procesos no racionales (Marcuse, 1970, 1981).
7. El poder y lo ambiguo
Desde esta perspectiva Merton hace una observación que parece ser acertada: las normas no necesariamente son siempre homogéneas o sistémicas, y por ende entran en conflicto entre sí. Obedecer a una norma puede implicar así el conflicto irresoluble con otra norma. La consecuencia es la imposibilidad de la obediencia a todas las normas, lo que, en definitiva, revela y profundiza la irracionalidad misma de la norma y la obediencia (Merton, 1964). Un ejemplo característico es la norma que presiona al triunfo, la que, al no garantizar los medios adecuados para tal fin, termina por llevar a rasgos de transgresión no avalados por la cultura o la sociedad (Merton, 1964).
En definitiva, la propia norma es trasgresora, en tanto que la misma recoge un conflicto irresoluble y siempre renovado entre la cultura y la sociedad, dando lugar a conductas divergentes (Merton, 1972). Coser indica de esta manera como las normas pueden propiciar rupturas y desajustes sociales (Coser, 1967).
No hay pues procesos de dominación homogéneos y unívocos, sino ambiguos, complejos y contradictorios. La norma pierde estatus contractual y racional y se acerca a la categoría esquizofrenizante del doble mensaje contradictorio irresoluble, capaz de generar ataque al pensamiento, perplejidad e incertidumbre (Bateson, 1985; Laing, 1964).
De esta manera, ya no es posible sostener de forma ingenua el establecimiento del poder a través de la norma o la sanción. En este punto, más que la represión social, la auto-coacción personal parece ser más relevante para establecer procesos de poder en la constitución de la cultura y la civilización. Elias insistirá así en la importancia del logro de las prácticas de control, relacionadas a la constitución de una identidad basada en el auto-dominio y el predomino de la conciencia. La misma refrenará los aspectos impulsivos del ser humano, imponiendo en el sujeto rasgos de control compulsivo, previsión y cálculo (Elias, 2008).
8. Poder y cuestiones a ser revisadas: Freud
A partir de aquí hay cuestiones que deben ser revisadas. Parece obvio que a riesgo de generar autómatas o patologías sado-masoquismo insalvables, las disciplinas de auto-coacción, por más irracionales que sean, se deben acompañar de estrategias de permisibilidad. Es necesario indicar asimismo que la auto-coacción se hace siempre en nombre de un ideal social: la responsabilidad, la madurez, el esfuerzo, la familia, la Nación. Por ende, el agotamiento de estos ideales o su deslegitimización, implicaría un cuestionamiento o impasse quizás insalvable, a estas políticas del sacrificio psíquico (Kaës, 1993).
El modelo de subjetividad basado en la ciudadanía señala que siempre persiste la capacidad de autonomía y confrontación, a pesar de la auto-coacción. No hay una dominación homogénea y sin fracturas; tampoco hay un dominado unidimensional y previsible (Lewkowicz, 2001; Marcuse, 1981). Por otro lado, las clases dominantes si bien es cierto que se benefician de los procesos de dominación, son también atravesadas por los mismos. Lo contrario sería afirmar el absurdo de que las clases dominantes no conocen la vergüenza, la culpa, la baja auto-estima ni sufren de patologías masoquistas…
Tampoco existe un “preciso engranaje” entre lo social y el individuo, tal como Elias asevera. En su lugar parece más sugestivo el estudio de figuras de intermediación, figuras psicosociales que participan simultáneamente tanto de una lógica social como de una lógica individual, sin que se confundan entre sí (Kaës, 1993). Por supuesto, aún así, veremos más adelante cómo también estos presupuestos se pueden modificar
Hay que resaltar además que, junto a una problemática de poder instalada desde lo vertical, aparece otra relacionada a lo horizontal. Elias destaca la importancia de la competencia de los vasallos por el reconocimiento del Rey. El éxito social medido en términos de autodominio, civilización y regulación emocional, solo es “coronado” en la medida en que obtiene el reconocimiento real desde el conjunto fraternal (Elias, 2009).
Este Rey es la totalidad y es lo que le da sentido a la vida social. Sin embargo, la historia informa que dicho Rey fue un día descabezado en la guillotina por decisión justamente de ese conjunto fraternal que ha pasado a ser el conjunto de ciudadanos. Por tanto, si en los procesos civilizatorios modernos se plantea la temática del poder fraternal, la misma es indisoluble además con la de un cuerpo mutilado con el cual algo hay que hacer… (Ariés y Duby, 1990a).
Freud es el que logra solucionar este rompecabezas entre un padre todopoderoso y sin embargo mutilado, el conjunto de hermanos que rivalizan y pactan entre sí, y el manejo de la violencia entre el control y el desborde (Freud, 1980a). Freud describe así míticamente a una horda regida por un padre autoritario que impone la norma de retención de las hembras y de expulsión de los hijos. Padre violento al cual un día los hijos enfrentan, matan y devoran. Esta alianza fraterna se perpetúa a través de un banquete totémico, ritual en el cual se reitera la ceremonia de parricidio y engullimiento del cuerpo paterno (Freud, 1980a).
Asimismo, esta modelo de alianza fundacional de lo social y del poder, establece la renuncia a todas las mujeres que impliquen rivalidad destructiva, junto a la culpa y la nostalgia por un padre hacia el cual se siente ambivalentemente amor y temor (Klein, 2012).
Este relato mítico (Mitjavila, 1997) intenta responder sobre la presencia de la culpa, la violencia y el arrepentimiento en el vínculo del sujeto con lo social, en tanto elementos estructurales pero irresolubles de socialización, y de rechazo -al mismo tiempo-, de la propia socialización. Desde este ángulo, Freud indica que todo modelo social y de poder está destinado al fracaso o al malestar (Freud, 1930).
Es factible observar que este malestar se analiza como categoría “a priori” kantiana, volviéndose estructuralmente irresoluble, con lo que la perspectiva freudiana es irreductible y se diferencia nítidamente de otras concepciones psicoanalíticas, que incluyen situaciones culturales específicas de transacciones o formaciones de compromiso entre lo social y el sujeto (Laplanche, 1987; Reich, 1973; Marcuse, 1981; Aulagnier ,1975).
Ciertamente Freud parece estar de acuerdo con el consenso de que el poder y lo social buscan proteger, acordar, negociar, estableciendo ideales que perfeccionan, educan y racionalizan. Pero simultáneamente sugiere –y esta es su mayor contribución- que en definitiva y a pesar de lo anterior, lo social no es sino un intento compulsivo por remedar un malestar en torno a una violencia constitutiva, que termina siempre por fracasar (Freud, 1980c).
El banquete totémico se podría analizar como un paradigma de intento de lazo social que busca, una y otra vez, retornar a sus orígenes para anular lo inaceptable de un asesinato, el cual, sin embargo, se vuelve a reiterar a través de la violencia del o los rituales. Desde aquí no hay ya posibilidad de sostener la concepción de lazo o contrato social. Tampoco de racionalidad, norma o progreso (Klein, 2012).
La violencia que en Elias está contenida, en Freud está siempre a punto del desborde. Freud despoja en definitiva a lo social y al poder de cualquier racionalidad, sentido común o beneficio mutuo. El funcionamiento del poder es como el de la pulsión: ciego, compulsivo y no obedece sino a principios de retención y descarga (Klein, 2012).
Los procesos de dominación son intrínsecamente violentos y responden a una carga de destructividad irrefrenable y tanática. Lo social no preserva: aniquila. No hay formación social que no esté pues, destinada al fracaso. La tanatopolítica de Foucault profundiza en definitiva, este aspecto tan poco social de las observaciones freudianas (Foucault, 1984).
Se observará asimismo que Freud hace imposible cualquier pasaje de naturaleza a cultura, o de lo endogámico a lo exogámico (Lévi-Strauss, 1998). No hay “pasaje” ni evolución ni progreso, sino vuelta y retorno y constatación de un permanente fracaso.
La renovación del pacto originario entre hermanos, y por ende, la prohibición de reiterar el asesinato originario, parecen ser los núcleos significativos de la cultura, pero desde un ángulo en el cual lo social es permanentemente cuestionado, resignificado, actualizado. No hay en consecuencia proceso de dominación que sea estable y sólido. El malestar de la fragilidad alcanza tanto al proyecto del contrato social, como al proyecto del sujeto por representarlo y sostenerlo (Pichon-Riviere, 1981).
9. De la legitimidad al desconcierto
Para que lo social convenza necesita habilitar y sostener relatos fundacionales (legitimizantes) en torno al contrato social, la Nación y la ciudadanía, espacios con el suficiente grado de estructura y organización, evitando así el espacio de lo persecutorio, el malestar extremo y la escena terrorífica del descontrol y el caos (Kaës, 1987).
Una vez que los relatos fundacionales se agotan, y el vaivén entre lo tanatopolítico y lo biopolítico se paraliza, parecería que la capacidad de negociación racional y jurídica se pierde, substituida por políticas de híper control totalitario (Deleuze, 1991). Se generaliza el desencanto de participar en lo social, con anulación de la capacidad de negociar pactos sociales, imposibilidad de las garantías y el fracaso de los acuerdos sociales. Los sistemas expertos se substituyen por la pertinaz sensación de la posibilidad de catástrofe inminente: cualquier cosa puede pasar, en cualquier momento y en cualquier lugar.
Junto a las formas subjetivas tradicionales en las que se encarna el dominio: vergüenza, culpa, miedo y castigo se aparecen el desamparo generalizado, lo persecutorio y la persistente sensación de un desconcierto precarizante. Pasa a predominar una amenaza de retaliación permanente tras el trasfondo de los mecanismos de control y severidad extrema. Se niegan los espacios de protección y elaboración institucional, propiciando que aquello que tiene que estar elaborado para ser tolerado, permanezca de cualquier manera sin elaboración (Bleichmar, 2010).
Desde el psicoanálisis el modelo de psiquismo propuesto implica que la psique mantiene una exigencia de trabajo psíquico a la cual no puede renunciar. De tal manera la vergüenza, culpa o miedo son emociones que perturban, pero que en el límite, aún pueden ser elaboradas (Green, 1993). Pero en tanto el relato institucional se agota (y por ende las meta-estructuras de depósito, continentación y elaboración de los residuos sociales y subjetivos “tóxicos”), se incrementan la destructividad, la paranoia y la desconfianza como rasgos culturales, fragilizando la capacidad psíquica en términos de estabilidad emocional (Dufour, 2005; Bion, 1962).
Lo social ya no se articula al sujeto ni viceversa. Entre ambos surge una geografía de desconocimiento y estorbo. El dispositivo de dominación pierde su carácter de dispositivo, es decir de articulación negociada de práctica y discurso y se vuelca a un control maquínico y tanatopolítico que funciona solipsísticamente, y desde el cual el sujeto o se transforma en engranaje o estorba. La subjetividad pasa a ser definitivamente un dato instituido (Klein, 2022).
Dispositivo maquínico que emerge desde una estructura social que agota sus referentes míticos fundacionales y que por ende pierde la capacidad semántica de nominar simbólicamente lo qué sucede. La escasez, la precariedad, la paranoia extrema, una gestión neoliberal de desempleo crónico, un proyecto cultural de destitución del orgullo y la dignidad es que pasan a predominar (Klein, 2022). Toda aproximación a lo social pasa a ser ahora catacrética y elíptica, tanto desde lo excesivo como de lo insuficiente. Nadie parece ya entender lo que sucede, todo se denuncia, cualquiera puede ser un denunciado en cualquier momento y lugar. La “denuncia”, además –como en los mejores regímenes totalitarios- es incentivada y legitimada como rasgo de orgullo y valentía social (Klein, 2024).
10. El totalitarismo del instituido maquínico
La Máquina se impone como metáfora del exceso de lo instituido, favoreciendo una imagen social en términos de ensamblajes que se sustentan en sí mismos y donde la capacidad instituyente se acota o elimina. El poder se transforma en control. El grupo y el sujeto, frente a organismos que se autorregulan exponencialmente desde una lógica cancerígena (el mercado, lo global, lo virtual, las redes), quedan destituidos como protagonistas sociales (Castoriadis, 1982, 2004). Del sujeto imprescindible se pasa al: cualquiera es reemplazable, desde parámetros de permanente inestabilidad (Sader, 2008; Castells, 1996).
Los pactos sociales se deslegitiman, acentuándose lo precario, incierto, desconcertante. Todo lo que era consenso pasa a ser cuestionado y fragilizado. La familia se pregunta qué es una familia. La pareja pregunta para qué la descendencia. Las instituciones y los adultos pasan a preguntarse qué es ser adulto y en qué consiste el sentido de lo institucional (Castel, 1997).
El control social deja de ser sutil y sugerente. Se impone transparente desde la acentuación de la ansiedad y el desconcierto, favorecido además por políticas de denuncia, paranoia e intransigencia sumamente severa (Dufour, 2005). La ira constante y las referencias duras, imponen una geografía amenazante, sin capacidad de confrontación o alternativa. El diálogo se anacrónica y todo intercambio es ideológico: o se acepta lo que dice el otro, o se pasa a la categoría de “enemigo” (Aubrée, 2005; Campos, 1996; Enriquez, 2001).
Pasamos a un clima de paranoia extrema. Ninguna figura es respetada ni tranquiliza. Las normas idealizadas, capaces de ofrecer justificativos a los sacrificios y apuestas por lo social, se disuelven, se fragmentan o son vapuleadas (Bauman, 1999; Epele, 2010).
El aparato psíquico no puede sino desapuntalarse a sí mismo, incapaz de procesar estas políticas de hiperadaptación e inestabilidad crónica, que anulan la capacidad elaborativa del mismo. Pasan a predominar subjetividades de vacío mental o de rumiación angustiante donde no se logran recuperar contextos tranquilizadores, perdiéndose condiciones de autonomía, ciudadanía y subjetividad instituyente (Forrester, 2000; Green,1993; Maestre, 2000; McPherson, 1981)
11. El poder: Los ideales imposibles.
Simultáneamente parece consolidarse un nuevo tipo de disciplinamiento en torno a una estética corporal, que instaura un modelo de cuerpo al que se debe cuidar, proteger, vigorizar. Este cuerpo, efectivamente, por un lado, se convierte en núcleo central de la identidad del yo, y por otro, en parte de un proyecto asociado a ideas de vigor y juventud permanentes. Es el ideal de un “bien” sagrado que erradica el envejecimiento y sostiene salud y energía inagotables. A falta de sistemas expertos sociales, surgen sistemas expertos individuales (Ariès y Duby, 1990b Couzens, 1988; Giddens, 1995b; Lipovetsky, 2000).
La imposibilidad de una subjetividad ciudadana aparece substituida por una subjetividad corporal entregada a la obligación de la dieta, deportes, someterse a cremas, cumplir con las horas de sueño, no excederse con la sexualidad, vitaminizarse adecuadamente. Una estética maníaca, cercana al frenesí de capturar la energía de la vida en la superficie de la piel (Klein, 2024).
Cuerpo idealizado, pero en el orden de las idealizaciones propias de una sociedad desconcertada: severas, agotantes, imposibles, destinadas al fracaso y la frustración. En el fondo ya no es placer ni sensualidad, sino norma estricta y disciplinamiento atroz. La certeza de este cuerpo juvenil, capaz de desafiar los ritmos de la biología y el paso del tiempo, parece una fantasía mágica y sin embargo existe una devoción al mismo que recuerda el despliegue de un banquete totémico, pero ya sin cuerpo para devorar y sin el horror del despedazamiento (Baudrillard, 2008).
La preocupación por la delgadez, la moda pueril de lo informal, libre y espontáneo, la imposición del vigor “combatiendo” debilidades y la actitud gerencial, proactiva y audaz ante la vida y las cosas, terminan por configurar un cuadro hipomaníaco que poco tiene de flexible y más bien termina por imponerse como fracaso. El precio es el malestar y la inseguridad frente a lo imposible, donde la vergüenza retoma un lugar crucial como protagonista de la posibilidad de dominación, pero ya sin el contrapeso de la opción crítica y la capacidad de auto-apaciguamiento (Klein, 2024).
Es una vergüenza que avergüenza, si se quiere, sádicamente, dañando el sentimiento de auto estima e impidiendo el sentido de calma y tranquilidad. Su resultado, paradojal pero inevitable, lleva al predominio del obeso, la fatiga del pensamiento y la incapacidad de respuestas proactivas y adultas. El poder finalmente, revela sus aristas más perversas, compulsivas y tanáticas (Giddens, 1995b).
12. Conclusiones
Desde la perspectiva marxista, el poder de la clase dominante tiene un fin: generar desde la fuerza de trabajo del obrero mercancía, y a través de ese proceso garantizar la acumulación de plusvalía. Intención criticable o desdeñable, pero racional en términos de poder y acumulación de riqueza. Desde esta racionalidad los procesos de dominación interpelan al grupo o al sujeto buscando o incitando su miedo, vergüenza, aprobación o consentimiento. Desde la lógica tradicional de dominación que instaura la modernidad, el sujeto forma parte, colabora, es “cómplice” de su dominación, semantizando (¿ideologizando?) a la misma como parte de valores, ideales y capacidad de auto-estima.
Como hemos esbozado, es un proceso de dominación que propone una teoría del sujeto, desde la cual se evalúa su capacidad de acatamiento, tanto como su necesidad de transgresión.
Sin embargo, se percibe que estas lógicas de dominación comienzan a cambiar desde la imposibilidad de sostener la ficción eficaz del pacto social, la ciudadanía y la Nación. Los dispositivos se maquinizan y escinden al sujeto, lo que Castoriadis (2004) presenta como exacerbación de los procesos de heteronomía. La lógica del dispositivo de dominación pasa a ser ahora el propio dispositivo de dominación, desde configuraciones a partir de las cuales la cultura sucumbe en sus intentos de mantener condiciones de restitución del tejido social y de solidez institucional. Ni espesor institucional, ni espesor cultural, ni espesor psíquico y mucho menos espesor de la memoria y por ende cuestionamiento profundo de la capacidad de transmisión y/o renovación generacional.
Al mismo tiempo se asiste al declive de dos de los dispositivos tradicionales del disciplinamiento en la modernidad: lo pedagógico y lo jurídico. Lo pedagógico ya no instruye ni interesa. Lo jurídico se ve avasallado por la denuncia pertinaz y virtual que hace innecesaria la constatación de culpabilidad. Por otro la cultura se aferra a lo políticamente correcto, sancionando cualquier alternativa al mismo. Desde allí la sociedad actualiza rasgos carcelarios junto a políticas de microgenocidio, repudio y anatema (Birman, 2001).
Simultáneamente, parece ser que las clases gobernantes ya no enarbolan ejemplos, virtud ni corrección. Casi inevitablemente aparecen, antes o después, deslegitimadas porque han cometido una falta, un error, un pecado. La cultura actual mal tolera la autoridad y las figuras públicas. El colapso del ungimiento mesiánico que Carlyle, Simmel o Weber destacaban, revela la facilidad con que los seres idealizados se transforman en chivos expiatorios. Parecería que toda autoridad, o persona de prestigio está condenada a repetir el síndrome de Gilboa por el cual el ungido Saúl, termina derrotado, loco y suicidándose.
Otra cuestión clave pasa entonces por dirimir hasta qué punto se siguen manteniendo opciones y capacidad de elección desde este fortalecimiento de lo instituido (Castoriadis, 2004). De esta manera se hace imperioso clarificar cuáles son las lógicas por las cuales se obedece más allá de la necesidad razonable de obedecer. No es preocupante por tanto solo el malestar de la sobrepresión (Marcuse, 1981), sino también el del sobreacatamiento.
Los tiempos, relativamente recientes, de la pandemia del coronavirus, revelaron el sobreacatamiento a disciplinas y órdenes relacionadas a normas que se intentaron presentar como sanitarias y científicas. De repente, la pobreza, la falta de atención médica, la desestabilización de lo estable, el primado de lo precario, son cargados a la cuenta de la pandemia, desde una sociedad que se desreponsabiliza por décadas de gestiones desastrosas en términos de seguridad, amparo y derechos de ciudadanía.
De esta manera una nueva generación del dominio ha surgido, empeñado en substituir al sujeto por el engranaje, extremando los límites de la desesperación y la paranoia, estableciendo ideales imposibles o desastrosos en términos de sobreacatamiento. Es pues el tiempo de la precarización de lo precario, revelando un poder tanto omnipotente como evanescente.
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1 Doctor en Servicio Social, por la Universidad Federal de Río de Janeiro- UFRJ- Brasil. Associate Professorial Fellow- Oxford Institute of Population Ageing- Oxford University. Correo electrónico: alejandroklein@ugto.mx
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