Fronteras artísticas: sentidos y sinsentidos de lo visual
Resumen
Algunos términos portan, por su potencial metafórico, una riqueza hermenéutica que invita a multiplicidad de exploraciones, en especial, de orden filosófico. Es el caso del término ‘frontera’. Desde una perspectiva estética, los sentidos que genera esta idea son particularmente enriquecedores respecto de las cuestiones artísticas. Un primer atisbo sobre cuestiones de frontera en el terreno de las artes puede establecerse al pensar en aquella que separa al arte de otras disciplinas o ámbitos de expresión, como la ciencia, el lenguaje, la política, etc. Pero también es posible pensar las fronteras del arte, “hacia adentro”, es decir aquellas que involucran distinciones (y/o acercamientos) entre artes diferentes: artes plásticas, audiovisuales, literatura, etc. Trataré de presentar algunas consideraciones en el marco de estas dos posibilidades. Partiré, solo a modo de introducción, de un muy breve rodeo sobre el sentido que abre este término cuando lo exploramos: ¿qué nos dice, en su amplia connotación metafórica, la palabra “frontera”? La zona de frontera es una zona de paso, puede interpretarse como zona intermedia, de indefiniciones y de connivencias. En muchas ocasiones es objeto de controversias y hasta de enfrentamientos más serios; de guerras, incluso. La frontera es en buena medida ambigua: es límite, y por ende separación, pero al serlo, también es acercamiento y ligazón; en ocasiones, hasta puede llegar a ser (lo ha sido a menudo) refugio, protección. En la frontera nada es claro; y mucho menos, distinto. La frontera podría considerarse, posiblemente, como uno de los símbolos más elocuentes de lo que denominaríamos el anti cogito: así, nada es evidente en la frontera. El pensador francés que fue estimado como “el filósofo de la ambigüedad”, que intentó a lo largo de toda su obra (y pese a las propias reformulaciones en sus últimos escritos respecto de sus primeros aportes filosóficos), romper con el dualismo originado en la perspectiva cartesiana, podría ser, entonces, un referente para deliberar sobre las fronteras. Mucho más cuando pensamos en las fronteras artísticas, pues ha sido el arte una de las expresiones a las que más se ha referido con su pensamiento y el ámbito en el que encontró mayores fuentes de inspiración para sus propuestas sobre la filosofía. A juzgar por la perspectiva con la que aborda el trabajo del pintor, por ejemplo en uno de sus artículos más visitados, ya desde su título, “La duda de Cézanne”, el ámbito del arte aparece como un ámbito fronterizo: de dudas, de decepciones y de vueltas a empezar; pero, sobre todo, de indeterminaciones, de ambigüedades, de búsquedas, de interrogaciones. Sentido y sinsentido es el título del libro de Maurice Merleau-Ponty (que de él se trata) en el que se incluye el trabajo sobre Cézanne y que reúne una serie de artículos cuya edición original es de 1948. El volumen se estructura en tres partes tituladas, a su vez, “Obras”, “Ideas”, “Políticas”. Salta a la vista que lo que tienen en común estas tres secciones es una convicción que atraviesa todo el pensamiento merleaupontyano: no se trata de pensar filosóficamente qué será la obra de arte, o cuál será la idea filosófica más atinente o, incluso, qué debe decirse de la política. El pensamiento de Merleau-Ponty no es un pensamiento que aborde las cuestiones en singular, más bien es un pensamiento sobre pluralidades. En tal sentido, Merleau-Ponty se desentiende de lo que podríamos figurar como una frontera, digamos, categórica. El aristotélico principio de no contradicción pierde fuerza en el horizonte merleaupontyano: no hay ya un ámbito del arte separado de uno que no lo es…. No hay, asimismo, un orden de lo político autónomo respecto de lo no político…. Es imposible, además, separar la idea de lo sensible… En un mundo de pluralidades como éste, lo primero que pierde vigencia es la pretensión esencialista que supone factible el reborde exacto de cada una de las cosas/hechos de la realidad. Como en las pinturas de Cézanne, en la perspectiva filosófica de Merleau-Ponty no hay manera de establecer esos “dibujos”, esos bordes o contornos definidos que nos permiten afirmar sin vacilar qué cosa es cada una de las cosas que nos rodean y, por extensión, qué no es cada una de ellas. Y esto es así porque se parte de la comprensión de la realidad como contingencia: en uno de los últimos artículos agrupados en la parte “Políticas” en el que intenta dar cuenta de la condición del “héroe” contemporáneo, sostiene: El héroe de los contemporáneos no es un escéptico, un diletante o un decadente. Simplemente, posee la experiencia del azar, del desorden y del fracaso, (…). Vive en un tiempo en que los deberes y las tareas son oscuros. Experimenta, como nunca se ha hecho, la contingencia del porvenir y la libertad del hombre. (2000, p. 276) Azar, desorden, fracaso, oscuridad, contingencia y al mismo tiempo libertad, definen la experiencia del hombre contemporáneo: bien podríamos decir que es toda una experiencia de frontera. En este trabajo y con el apoyo de algunos conceptos merleaupontyanos, presentaré una indagación sobre las fronteras artísticas en torno a dos cuestiones que, a mi juicio, mantienen hoy una vigencia indiscutible: por una parte la frontera entre la imagen y la palabra, o, también, para decirlo en otros términos, entre la visualidad y el lenguaje verbal. Cuando los límites entre los diferentes lenguajes –el escrito y el plástico– se ven constantemente desdibujados, yuxtapuestos o amalgamados en escenarios aparentemente tan distintos como una publicidad, una instalación artística, un video para televisión, una película, etc., los interrogantes sobre las diferencias y especificidades entre los diversos lenguajes posibles adquieren una nueva potencia. Por otra parte, las relaciones entre dos visualidades diferentes, la pintura y la fotografía, por las mismas razones, pero también porque en nuestro tiempo cada una de estas manifestaciones han experimentado cambios de orden técnico muy profundos y se han expandido las posibilidades de acceso y de intercambio, muy especialmente respecto de la fotografía y a través de las redes sociales, se han complejizado de un modo impensado unas pocas décadas atrás. Recurriré para todo ello, además del ya mencionado Merleau-Ponty, a algunos conceptos de François Soulages en su Estética de la Fotografía (2005) y a las apreciaciones sobre lo fotográfico de John Berger. En primer lugar, entonces, problematizaremos la cuestión de la frontera –entendida como límite distintivo– entre la imagen y la palabra, que se ha desdibujado, particularmente en la contemporaneidad, de manera contundente. Luego, a través de la confrontación entre las obras de dos artistas, uno fotógrafo, el otro pintor, notaremos, aquí la frontera se vuelve todavía más ambigua, hasta qué punto si podemos hablar de “saber” en el terreno artístico, éste tiene que ver singularmente con el receptor. Fronteras entre imagen y palabra La relación entre imagen y palabra constituye un tópico de la historia del arte que tiene una historia sumamente extensa y muy rica. No es mi intención, por tanto, reconstruirlo ni siquiera fragmentariamente. Cada una de esas producciones, las visuales y las habladas-escritas, han tenido a lo largo de esa historia momentos de mayor o menor esplendor; pero ha sido la palabra la que ha obtenido en mayor parte la primacía, de conformidad con los principios rectores de nuestra tradición cultural. Se ha tomado la fórmula horaciana del ut pictura poesis como el origen de una relación que intentaba marcar los encuentros entre ambos tipos de expresiones y en ese camino la concepción de Leonardo da Vinci aparece como uno de los esfuerzos más intensos por encumbrar a la pintura por sobre la literatura o la poesía: la “ciencia” de la pintura tiene la virtud, si es ejercida por los grandes maestros, de generar una “segunda naturaleza” y así resulta el vehículo más potente y efectivo para comprender la realidad, más que la propia ciencia y que la filosofía. En un intento de dar una apreciación equilibrada de una tal historia, la estudiosa del tema Ana Lía Gabrieloni transcribe, en un trabajo sobre la relación entre pintura y poesía, una cita de W. Mitchell: La dialéctica entre la palabra y la imagen aparenta ser una constante en la tela de signos que una cultura entreteje en torno a sí misma. Lo que cambia es la naturaleza concreta del tejido, la relación entre la urdimbre y la trama. La historia de la cultura es, en parte, la historia de una prolongada lucha por la dominación entre signos pictóricos y signos lingüísticos, donde unos y otros reclaman para sí determinados derechos de propiedad sobre una “naturaleza” a la que solamente ellos tendrían acceso. (Mitchell 1986, p. 43)1 En nuestra contemporaneidad, la imagen, artística o no, ha cobrado un protagonismo inusitado, invasivo de ámbitos usualmente reservados a la letra escrita, por lo cual ha sido y es objeto de innumerables análisis filosóficos, comunicacionales, estético-políticos, sociológicos, etc. En todos ellos, la fotografía ocupa un lugar destacado como producto técnico visual, representativo del desarrollo tecnológico que caracteriza, en particular, la visualidad del siglo XX en adelante, atravesada, como dijera hace ya tanto tiempo Walter Benjamin, por la reproductibilidad. La fotografía en particular, nace con el mandato implícito de representar lo más fielmente posible a la realidad, eximiendo, en principio, a la pintura de tal cometido (pretensión, en rigor, imposible); así, la fotografía fue poco a poco oscilando entre ser un instrumento de testimonio respecto del mundo y un ámbito de creación propio del arte. Un significativo estudioso de las cuestiones ligadas a la imagen es el crítico de arte, escritor y también pintor en sus comienzos, John Berger quien, en un capítulo de su ensayo Mirar, de 1980, dedica algunas reflexiones al análisis sobre la imagen fotográfica, inspirado en el texto Sobre la fotografía de Susan Sontag de principios de la década del `70. Allí dice Berger que fue en el período de entre guerras cuando “(…) se creyó en la fotografía como el método más transparente, más directo, de acceso a lo real: el período de los grandes maestros testimoniales del medio (…)” (Berger, 2000, p. 47)2. Lejos, sin embargo, de estimar a la fotografía como heredera de las artes plásticas, el grabado, el dibujo, la pintura, Berger considera que la función que la cámara fotográfica pasó a cumplir era desempeñada, antes de su invención, por la memoria. Las fotos son, dice, como los recuerdos: conservan las apariencias instantáneas. Pero eso mismo constituye una desventaja para Berger pues no narran por sí mismas. Es necesario apoyarlas, para comprender verdaderamente, con la palabra, ya que la palabra, y más bien la narración, al contrario que la imagen visual, se desarrolla y se explica en el tiempo. Y, entonces, afirma, citando textualmente a Sontag: “Sólo lo que es capaz de narrar puede hacernos comprender”. (Berger, 2000, p. 49) Es a partir de esta frase, que estimamos polémica, que se vuelve a poner de relieve la disputa entre la imagen y el lenguaje, dando por seguro que la comprensión es producto de éste último y arriesgando relegar a la imagen a un lugar subsidiario, de mera ilustración. Más adelante, sin embargo, Berger también rompe con el paralelo que había establecido entre la memoria y la fotografía: la memoria, dice, conserva todavía algún aspecto que puede ligarse con la valoración o la justicia. La cámara, en cambio, a fuerza de pretender suplantar a la memoria, genera imágenes para el olvido: La memoria entraña cierto acto de redención. Lo que se recuerda ha sido salvado de la nada. Lo que se olvida ha quedado abandonado. (…), la distinción entre recordar y olvidar se transforma en un juicio, en una interpretación de la justicia, según la cual la aprobación se aproxima a ser recordado, y el castigo, a ser olvidado. (…) la cámara nos libra del peso de la memoria. Nos vigila como lo hace dios, y vigila por nosotros. Sin embargo, no ha habido dios más cínico, pues la cámara recoge los acontecimientos para olvidarlos (Berger, 2000, p. 50-51; el destacado es del autor) Nada más atinente cuando pensamos en las cientos de fotos virtuales que tomamos en cuestión de segundos y que destinamos, en buena medida debido a la cantidad, a un acopio electrónico jamás revisitado. Por su parte, Maurice Merleau-Ponty estima las imágenes visuales artísticas, él toma como referente la pintura, como “voces del silencio”, es decir expresiones que trasmiten “ideas” pero no en forma de conceptos sino como núcleos de significación sensible que requieren para ello de la materialidad del arte y se ofrecen a la interpretación. Se trata, entonces, de ideas sensibles, que también están presentes en la literatura: por ejemplo, la frase musical de Vinteuil o las pinturas imaginarias de Elstir el personaje pintor, en la novela de Marcel Proust, los escenarios de Kafka, si tomamos ejemplos de la ficción. Pero también los cuadros de Cézanne, de Van Gogh o de Klee. Es cierto que en ocasiones los títulos (palabras) de las obras artísticas colaboran con la interpretación. Pensemos, por ejemplo, en el famoso cuadro de Magritte, La Gioconda, al que solo asociamos con el original de Leonardo, precisamente, por su título. Asimismo, admitimos que las imágenes, también las fotos consideradas artísticas, llegan a nosotros (y nosotros hablamos de ellas) mediadas por interpretaciones discursivas que ponen de relieve sus coordenadas de tiempo y espacio, las apreciaciones que suscitan plasmadas en los escritos críticos, los acentos arbitrarios de una mirada que atiende más a algún detalle que a otro, etc. Sin embargo, tampoco la palabra parece suficiente para dar cuenta de una realidad, ni completamente objetiva, ni estrictamente subjetiva, de una realidad compleja, ambigua, esquiva a la categorización y la descripción plena, y así, consecuentemente interpretable de manera múltiple. No menos cierto es, entonces, que para evitar conducir a su potencial receptor a una interpretación predeterminada ya establecida, muchos artistas deciden “titular” a sus obras, paradójicamente, Sin título. Algo a contrapelo de la consideración anteriormente referida de Berger, François Soulages plantea en un abordaje teórico pero sustentado profusamente en la producción fotográfica, Estética de la fotografía, tres maneras, entre otras posibles, en las que los fotógrafos, especialmente los que operaron hacia fines del siglo XX, se ubicaron explícitamente más allá de las concepciones estándar de la producción fotográfica como réplica o como ilustración de un suceso. A veces, incluso, confrontaron con la sociedad mediante una ruptura o un rechazo del reportaje alienado de la sociedad del entretenimiento: en tal empresa, aclara el autor, ya no se busca la captura del instante o el mero reportaje espectáculo, sino lo que estima una instalación en el tiempo, que, a la vez, no puede sino explicarse como una interrogación en el tiempo. Así propone analizar una fotografía considerada “de investigación” que apela a la “larga duración”; una fotografía “de la memoria” que se ubica en el “pasado” y una fotografía “de interacción” que hace uso de un “tiempo intersubjetivo”. (Soulages, 2005, p. 235) La fotografía de investigación se caracteriza por el intento de captar lo esencial, lo común, la estructura y, de ese modo, aspira al mantenimiento de su vigencia: “El soporte de esas fotos ya no es lo cotidiano que apunta a la información, la actualidad, ese presente que mañana carecerá de valor (mercantil) (…)” (Soulages, 2005, p. 235). Por esta razón, estas imágenes son naturalmente hospedadas en un libro, una revista, un museo. Al no buscar la ilustración que se acomode a la letra escrita, sino la conformación de una obra que hable por sí, este tipo de fotografía puede producir no solo la obra, sino también el sentido de la misma. Por su parte, la fotografía como memoria, intenta establecer una lectura sobre el pasado, sobre algún acontecimiento del pasado. Son ejemplos paradigmáticos las fotografías de documentos oficiales o de situaciones extremas como los campos de concentración o la vida carcelaria. Aquí la fotografía es al mismo tiempo, imagen crítica e imagen de imágenes. Se fotografía a la sociedad, no en su actualidad, sino en los recovecos de su memoria, usualmente ocultados por inaceptables, pero que dan razón de ella, la exploran, la analizan. Por último, la fotografía de interacción, se constituye como un intento de relacionar las acciones del fotógrafo con las de los no fotógrafos, constituyendo un tiempo intersubjetivo. Estos últimos, los no fotógrafos, en ocasiones, por ejemplo en algunos proyectos fotográficos3, se hacen cargo de variadas tomas en el entorno de su propio ámbito. Con ello generan imágenes perturbadoras, porque nos devuelven miradas que se instalan como críticas de la mirada ya establecida sobre esos grupos. Estas tres variantes de la práctica fotográfica pueden, naturalmente, cruzarse en trabajos específicos. En todos ellos parece renovarse la inquietud respecto de las posibilidades de la fotografía, sobre todo aquella que trabaja con cuestiones sociales, de constituirse como arte. El viejo interrogante respecto de las potencialidades artísticas para constituirse en mirada crítica se renueva en el ámbito fotográfico. Esta forma de comprender la producción fotográfica –que también involucra la potencia de su recepción– genera, interpreto, una posible superación de una dicotomía inconciliable entre imagen y palabra. Puesto que la fotografía es capaz de por sí de investigar, de instalar una lectura sobre el pasado, de operar como interacción entre distintos actores –todas ellas acciones habitualmente asociadas con la palabra–; puesto que, además, se propone como promotora de una mirada crítica que atraviesa lo social, lo artístico, la interpretación histórico-política, perspectiva tradicionalmente vinculada con la palabra filosófica; puesto que aun así, finalmente, la palabra emerge a la hora de la intercomunicación entre miradas diferentes sobre las mismas fotos, entonces lo que sigue teniendo vigencia respecto de la relación entre la palabra y la imagen como instrumentos de comprensión sobre lo real, es la tensión permanente entre ellas. Tal vez, se trate de una suerte de “entre-deux” (entre-dos), para parafrasear la concepción de Merleau-Ponty cuando intenta resumir su visión superadora del dualismo que divide el objeto del sujeto: un entre la imagen y la palabra; o tal vez pueda asociarse al “a la vez” que propone Soulages para definir la fotografía: a la vez la palabra y la imagen. O quizá como ha pensado el propio John Berger con referencia al famoso cuadro de la pipa que no es una pipa de René Magritte (La trahison des images) solo se trata, dado que se anulan mutuamente, del fracaso de ambos lenguajes, del de la imagen y del de la palabra. Es decir, la distinción entre la imagen y la palabra constituye, en definitiva, una frontera; y en tanto tal, resulta un ámbito de indefinición, difuso y en constante tensión. Fronteras entre el saber y el no saber. La mirada del receptor Sentido y sin sentido, el título del libro de Merleau-Ponty al que hacíamos referencia al principio de este trabajo, precisamente mienta la siempre dual característica de la experiencia cognoscitiva de nuestros días. En su prefacio sostiene su autor: “Convendría que la razón a la que llegamos no fuera aquella que habíamos abandonado tan ostensiblemente. Convendría que la experiencia de la sinrazón no fuera sencillamente olvidada. Convendría formar una nueva idea de la razón”. (2000, p. 27) Si las diferencias y/o cercanías entre palabra e imagen de las que hablábamos nos ubican en un terreno de ambigüedades e indefiniciones, es decir en lo que consideramos una frontera, ¿no repercute esa consideración en el plano cognoscitivo? ¿Hay, paralelamente, un saber de la imagen y un saber de la palabra? Volviendo sobre la cita de la experiencia del héroe de hoy que lo vuelve habitante de múltiples fronteras, ¿qué puede, este hombre contemporáneo, aspirar a saber? La respuesta no será, naturalmente, en singular. Apenas podría bosquejar una expectativa de encontrarse con esbozos de verdades, quizá apenas conjeturas, así, en plural. Y aquí, nuevamente, aparece la frontera: ese espacio algo indefinido que separa (pero al mismo tiempo asocia) el saber y el no saber, la verdad y la falsedad, la apariencia y la realidad. Entonces, en el terreno de la Estética, el interrogante crucial desde esta perspectiva es el que se dirige hacia la posibilidad de que el arte, las obras de arte, sean (o no) vehículos o constituyan (o no) núcleos de saber. La tajante separación kantiana entre la afirmación científica –es decir, de conocimiento, un juicio de carácter conceptual u objetivo– y el juicio estético –que lo es en tanto refiere a un sentimiento subjetivo, aunque bien con pretensión de universalidad–, ha generado una tradición estética sustentada en la contemplación que ha negado al arte, precisamente, su cualidad cognoscitiva y enseñable, pese a que no pueda decirse sin más que Kant sostuviera que el arte nada tiene que ver con el saber4. Una experiencia reciente y fundamentalmente casual –he aquí cómo obra la contingencia– hizo que me encontrara con una obra fotográfica que me produjo al instante una asociación pictórica: buscando imágenes de fotografías ligadas con la posguerra española para un trabajo dedicado a ese período de la literatura y sus relaciones con las producciones visuales, me llamó mucho la atención la obra de Franz Muller, un fotógrafo húngaro, nacido en 1913 y que en 1947 se establece en España, después de haber sufrido persecuciones y haber ambulado y fotografiado por diferentes países, no solo de Europa. Un verdadero artista de fronteras, que ha tenido que vivirlas, atravesarlas y en muchas ocasiones descifrar cómo lograr eliminarlas. Me detuve en la fotografía que lleva por título Descargando sal (Oporto), Portugal, tomada en el año 19395. La imagen de la foto de Muller inmediatamente me recordó las pinturas del pintor argentino Benito Quinquela Martín; de este último, es profusa la cantidad de imágenes portuarias pictóricas que nos ha legado. Apenas unos años separan el origen temporal de las imágenes de Muller y algunas de las de Quinquela6. Y unos pocos años más separan a ambas de la aparición del libro de Merleau-Ponty, Sentido y sinsentido, al que hacíamos referencia, editado, como dijimos, en 1948. En perspectiva histórica diríamos que tanto las imágenes como el libro son de la misma época. Nicolás Muller es uno de las grandes figuras de la fotografía social húngara, compatriota de grandes fotógrafos hoy consagrados como BrassaÏ, Robert Capa, André Kertész y Kati Horna. Con ellos comparte, además, la experiencia del exilio7. Entre fin de año de 2013 y fines de febrero de 2014 y con motivo de los cien años de su nacimiento, la Sala Canal de Isabel II, en Madrid, expuso la colección “Nicolás Muller. Obras Maestras”8. Una de las gacetillas que anuncian la muestra presenta el siguiente comentario, que parece definir clara y sintéticamente el trabajo de Muller: Como otros fotógrafos de su generación, Robert Capa, Brasaï o Kertész, está muy influido por las teorías constructivistas de la época y por las nuevas formas visuales que se originan en la escuela alemana de la Bauhaus. Este conjunto de influencias dará lugar a una fotografía directa, expresiva y social que busca retratar a las clases sociales más desfavorecidas desde un humanismo que pone en valor la fuerza de lo cotidiano9. Por su parte, Benito Quinquela Martín, uno de los pintores más populares de nuestro país, fue autodidacta, lo que ocasionó que la crítica no fuera siempre positiva con su obra. Su rasgo técnico distintivo es que usó como principal instrumento de trabajo la espátula en lugar del tradicional pincel. Ha retratado como nadie la vida del trabajo en el puerto, a la que conocía desde pequeño cuando ya cargaba bolsas de carbón para ganarse la vida. Volvamos a las imágenes. Podríamos conjeturar que la “anécdota” de ambas vistas, la pictórica y la fotográfica, es semejante. Que la asociación se produjo debido a que describen escenarios similares. Sin embargo, de ningún modo pretendo sugerir que haya alguna relación de hecho entre lo que cuentan la producción pictórica que alude al puerto de Buenos Aires y la toma de Muller del puerto portugués de Oporto (por ejemplo, que Quinquela se hubiera inspirado en la foto de Muller suponiendo que hubiera tenido oportunidad de conocerla, lo que en verdad es altamente improbable, o a la inversa, lo cual resulta más improbable aún). Pero si hubiera sido así, todavía tal cuestión sería irrelevante para lo que pretendo sustentar en este trabajo. ¿Por qué me pareció significativo tal parecido? En verdad, dado el momento histórico común (la década del `40 del siglo XX), no es para nada sorprendente que haya fuertes coincidencias en los elementos descriptos en cada imagen: cada una cuenta, en sus términos, la manera en la que por entonces se llevaba a cabo la carga y descarga de ciertas mercaderías en los puertos. Hasta podría darse explicación epocal para la vestimenta de los personajes que allí aparecen, la conformación de los barcos, las técnicas de descarga, etc. No es, entonces, la anécdota lo que cuenta. Lo que me parece que vale la pena confrontar son, precisamente, las miradas de dos artistas alejados geográfica y hasta culturalmente; incluso técnicamente, ya que estamos hablando de una foto en comparación con una pintura. Pero que, a la vista de un receptor, resultan semejantes. Es decir, estamos frente a un interesante ejemplo de “fronteras”: frontera entre lo fotográfico y lo pictórico, frontera entre la cultura europea y la sudamericana (y todavía cabría aquí hablar de las diferentes fronteras hacia el interior de la frontera cultural, por ejemplo, las costumbres húngaras y/o españolas y las rioplatenses), frontera entre el ambiente político-social de la posguerra y el de los cambios profundos en la esfera del trabajo de la Buenos Aires de los `40-50, etc. Y es entonces que pienso en Merleau-Ponty, en su concepción de la mirada como constitutiva del mundo, no en un plano puramente imaginario, ni en uno conceptual, ni siquiera como testimonio afirmativo, sino en tono interrogativo: “La primera que interroga al mundo no es la filosofía sino la mirada”, dice en su obra póstuma Lo visible y lo invisible” (1970, p. 132). Lo asombroso es que en perspectiva fotográfica, un fotógrafo húngaro exiliado y finalmente radicado en España, hace una toma de un puerto portugués en 1939 que se parece mucho, al menos en una recepción particular, a la pintura al óleo de un pintor porteño que gusta retratar ciertas postales del hoy mítico barrio de La Boca. El primero genera una imagen en tonos de grises, el segundo una de colores predominantemente cálidos; podríamos extremar la metáfora: una frontera cromática. Pero la contingencia, el azar, ha hecho que una mirada receptiva las asocie. Y las interrogue, poniéndolas en diálogo pese a sus diferencias constitutivas, e incluso frente a sus coincidencias. Tiene sentido, y al mismo tiempo no lo tiene, asemejarlas. Hay algo de razonable y a la vez de fortuito en su confrontación. Es que las imágenes, por todo esto que decimos pensando en la aseveración merleaupontyana, no se conforman con un sentido que se agota en alguna explicación, sino que son expresiones y, como tales, su sentido (su significado, su inteligibilidad) se monta sobre un fondo de sinsentido: su potencia sensible, diría Merleau-Ponty, su carne. De este modo sostiene: “Tanto en la obra de arte o en la teoría como en las cosas sensibles, el sentido es inseparable del signo. La expresión, por lo tanto, nunca puede darse por acabada. La más alta razón es vecina de la sinrazón”. (2000, p. 28) “Cézanne se pregunta si lo que ha salido de sus manos tiene sentido”, reflexiona en el artículo que le dedica; es decir, Cézanne duda, porque lo que quiere lograr, poner de manifiesto un segmento de mundo, es una tarea sin fin. Porque no solo hay sentido en la obra, sino también sin sentido, entonces, su “decir”, lo que nos muestra, es, por contingente, por ambiguo, expresable al infinito, de interpretación inagotable. Así, la comprensión de una obra, la comprensión de una puesta frente a frente de dos obras que parecen decirnos algo semejante, la interpretación de los por qué, incluso, las hemos enfrentado, las preguntas que nos sugieren, también se instalan en una zona de frontera: no es una cuestión ni completamente sensible ni completamente inteligible. De tal modo que, no se trata, plenamente, ni de un saber ni de un no saber, sino de una mirada interrogadora que, contingentemente, habrá o no encontrado alguna idea significativa en la presentación sensible a la que se enfrenta. Conclusiones Muchas fronteras, lo hemos señalado, se aúnan en la asociación entre Quinquela y Muller: naturalmente fronteras geográficas (Buenos Aires/Oporto), pero también técnicas (toma fotográfica/pintura al óleo), artísticas (fotografía/pintura), culturales (Europa en guerra/ Buenos Aires de inmigrantes), si se quiere, hasta políticas (que derivarían todas de las otras), fronteras entre lo explícito y lo implícito, fronteras entre lo sensible y lo inteligible, es decir, entre el sentido y el sin sentido. A su vez, ambas imágenes hacen foco en una zona límite como es un puerto que puede pensarse, así, como una zona de frontera: la que se erige entre la tierra y el agua. La frontera no solo constituida, sino también atravesada por la mirada receptiva, es la que nos pone en el lugar de la interrogación y la apertura hermenéutica. Por otro lado, hemos hablado de la frontera entre lo escrito o dicho y lo visual. Hay ideas que surgen de las manifestaciones visuales, pictóricas o fotográficas, que también nos ofrecen un lugar, parafraseamos a Kant, para mucho pensar. Como sostiene Merleau-Ponty, se esconden entre las luces y los pliegues de las obras artísticas a modo de “ideas sensibles” sin que nos puedan ser dadas de otro modo (cf. 1970). En ambos casos se ponen en juego enigmas sobre las posibilidades de saber, la potencia del arte (pero no solo del arte) para trasmitirnos algo más o menos parecido a la verdad. Siempre se interpela, en definitiva, el papel del receptor. Mucho sentido y mucho sinsentido, volvamos al libro del que hemos partido, conviviendo al prestarse a la interpelación de la mirada que, en forma interrogativa, pone en cuestión las convicciones más elementales de nuestra tradición filosófica: que el pensamiento solo piensa y que los sentidos solo sienten. Para Merleau-Ponty no hay una verdad menos cierta que ésa.Citas
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